De golpe. De improvisto. De sopetón. Como suelen darse las malas noticias. Así me enteré yo de los abusos sexuales recibidos por mi pareja más de dos décadas atrás. Pero lo más sorprendente en ese momento -ahora ya sé que es más habitual de lo que parece- es que prácticamente a la vez que me lo confesaba, se estaba enterando la parte consciente de su cerebro. El cerebro tiene una asombrosa capacidad de autoprotección, y durante todos estos años, bajo capas y capas de vergüenza y culpabilidad, ella había sepultado ese trauma para poder llevar una vida lo más normal posible.
Pero tarde o temprano acaba saliendo a la luz. Porque necesitamos sacarlo, verbalizarlo, escupirlo y llorarlo para poder superarlo. Aquí ya utilizo el plural porque aunque le haya pasado a esa niña, y sólo a ella, las parejas de los supervivientes somos fundamentales para sanar esa herida profunda que arrastran. Porque a partir de ese momento de shock que significa enterarnos de ese horrible episodio en la vida de esas personas que tanto queremos, es cuando tenemos que estar ahí. Para hacer de pañuelo sobre el que llorar, de bastón en el que apoyarse, de payaso con el que reírse. Y ellas deben saberlo y deben notarlo. Que vamos a estar ahí pase lo que pase. Que no tienen la culpa de lo que les ha pasado.
Aunque a veces cunda el desánimo y parece que no se avance, debemos animar a que lo hablen, bien sea con amigos, con familiares o con ayuda profesional si es necesario. Si alguna enseñanza he adquirido de todo esto es que el poder de la palabra puede consolar, estimular y a veces incluso sanar. Hagámosles saber a nuestras parejas que estamos ahí, que pueden explicarnos lo que quieran cuando quieran. Que no les vamos a fallar. Que les ayudaremos a que como el ave Fénix, renazcan de sus cenizas para convertirse en un ave de majestuoso vuelo.